Hijo del Pule-Zapatos

Poetry, Short Stories

Por Nicole Eitzen

A petición de su suegra Doña Mari lavaba su cuero cabelludo con machaca de plátanos machos, una pizca de azúcar y jugo de limón. Su cabello alongado y terso se mecía, a la vez que su cuerpo voluptuoso se movía como un gusano de seda al entrar en contacto con el amor caliente como la sangre y pesado como el sol. Tito desde el hoyo entre la cocina y el baño la observaba y la alegría del albañil se palpaba en el sonido que silbaba la tortilla con manteca en el comal del señor. Señor bendito y puro como la hermana, como la ausencia de aquella crema tan cara para restregarse los puntos negros y acabar con el salpullido del interior. Doña Mari terminó de a punto su baño y mientras se alistaba en su cuarto el perro de la casa, “Borracho” se acercaba a lamerle los claveles de piernas que la señora de leches evaporadas protegía como la verruga con la que nació.

“Buenas, Doña Mari”, dijo el hijo del pule-zapatos, el joven quien con prudente arrebato había entrado a la casa de los Lucero. Tito y Doña Mari desde diferentes partes de la casa lo observaban, Tito con ojos bizcos y Doña Mari con la piel clara, usando cada quien lo suyo para ponerse presentables e ir a atenderlo con el más último detalle en modales y atención. Tito, sabiendo que la patrona se molestaría si se sentaba en el sofá, se apresuró a tomar una silla del comedor y colocarla en la sala, ágil y de movimientos que contrarrestaban con su pésimo sentido de cordialidad y humor.

“Pase y tome asiento” dijo Doña Mari al hijo del pule-zapatos, consciente de que su bata de baño era corta y su casa era un caos de desorden y obstinación.

El hijo del pule-zapatos, ademán humilde y sombrero de palma en mano, caminó lentamente hacia el sofá bordado para una vez allí compartir el motivo de su visita.

“¿En qué puedo servirle?”

 “Doña Mari: que no se me enoje… que ire que ni sé cómo decirle, pos que soy de pocas palabras y por ello me es difícil. Ire que soy rebueno en corazón y pensamiento, pero la lengua se me traba y mi habladura se hace un ruedo.”

Doña Mari cruzó sus esplendorosas piernas preocupada, sabiendo a buenas que su hija Alma, el epítome de inocencia y virtud, había estado saliendo a escondidas con el mulato hijo del pule-zapatos. Por supuesto que eso era lo que pasaba, cuando ella misma se rebajaba a engañar a su esposo ausente con el albañil de la casa. ¿Pero qué quería aquél con la primera? ¿Por qué  ahora ante ella se presentaba? ¿Acaso quería, entre otras ridiculeces, hacer a su hija, Alma su mujer?

“Ire que vengo con buenas intenciones, pos quería nomas pedirle permiso, pos ijese que a su hija Alma le estimo y le pido con respeto su mano. Ijese que hemos estado saliendo,  y que bendito sea Dios nos enamoramos…ire que queremos casarnos y darle muchos nietos a usted.”

Un susurro silenciado siguió a las palabras del visitante. A modo de llenarlo, Doña Mari tomó pequeños sorbos de agua mineral, arqueando sus cejas y frunciendo sus labios al tiempo que el pobre enamorado ocupaba expectante su lugar en el sofá. Mientras tanto a la sala entraba, ni más ni menos que la bella Alma, la hija del contador quien del joven hijo del  pule-zapatos se había robado el corazón.

 “Escuché voces desde mi cuarto y he venido a  ver qué pasaba, Madre”, dijo Alma con la frente en alto y un atuendo que demarcaba sus curvas, cada día más de mujer que adolescente.

“Alma, querida, le he dicho a su madre”, dijo el hijo del pule-zapatos con orgulloso semblante, y con una mirada que sólo tienen aquellos que verdaderamente aman con pasión y arrebato.

“¿Pero qué dices, Ignacio?, preguntó Alma. ¿Qué es lo que le has dicho a mi madre?”

“Pos que queremos casarnos tan pronto como podamos y darle cuantos nietos quiera el señor Dios”.

“¿Alma?”

Alma miró detenidamente al hijo del pule-zapatos: sombrero de palma, manos agrietadas y ojos rasgados en vez de sonrisa. Se dio cuenta de que las palabras de este la alarmaban,  pues su promesa de matrimonio había sido efecto de lo enamorada que estaba con la idea de casarse algún día cuando fuera mayor. Pero la bella Alma nunca pensó serio y bromeaba al sólo cumplir con palabra con su fantasía, aunque sincera, de hija inmadura y menor.

“¿Es cierto lo que dice el joven, hija?, preguntó Doña Mari con rubí en su cara. ¿Has estado saliendo a escondidas con el hijo del pule-zapatos y quieres casarte a los dieciséis?

Ante escuchar la forma en la que su madre posó la pregunta, a Alma le quedó claro que no habría forma de salir de su casa de la mano de Ignacio y con la incomodidad del albañil, junto con la fingida sonrisa de su madre, mujer de alta sociedad admirada, la propuesta del hijo del pule-zapatos fue rechazada de lleno por todos en la casa de los Lucero.

“No sé de qué habla el muchacho, madre, y aunque no es mi intención ofender sus intenciones, quiero que se sepa que no tengo ningún deseo de convertirme en la esposa del hijo del pule-zapatos a los dieciséis”.

El hijo del pule-zapatos registró el “no” que los labios de su amada formaban, y como le pasa a toda persona poco preparada, tuvo que aceptar lo que la vida le daba en manos de su superior. El pobre joven salió a tropiezos del hogar de los Lucero y regresó en tanto resignado a su casa, donde al menos su padre lo amaría siempre y cuando este siguiera su misma profesión. Desde ese día no visitó a los Lucero, y Alma en secreto con fervor lo lloraba, pero la felicidad no siempre viene primero cuando el orgullo familiar es ficción.

 

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7 thoughts on “Hijo del Pule-Zapatos

  1. “El hijo del pule-zapatos pretendió no esucharla…”. I’m glad I finally read this. Really digging your work, Nicole, this story has sooo much life.

  2. Pingback: Se Desvela |

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