Por Nicole Eitzen
A petición de su suegra Doña Mari lavaba su cuero cabelludo con machaca de plátanos machos, una pizca de azúcar y jugo de limón. Su cabello alongado y terso se mecía, a la vez que su cuerpo voluptuoso se movía como un gusano de seda al entrar en contacto con el amor caliente como la sangre y pesado como el sol. Tito desde el hoyo entre la cocina y el baño la observaba y la alegría del albañil se palpaba en el sonido que silbaba la tortilla con manteca en el comal del señor. Señor bendito y puro como la hermana, como la ausencia de aquella crema tan cara para restregarse los puntos negros y acabar con el salpullido del interior. Doña Mari terminó de a punto su baño y mientras se alistaba en su cuarto el perro de la casa, “Borracho” se acercaba a lamerle los claveles de piernas que la señora de leches evaporadas protegía como la verruga con la que nació.
“Buenas, Doña Mari”, dijo el hijo del pule-zapatos, el joven quien con prudente arrebato había entrado a la casa de los Lucero. Tito y Doña Mari desde diferentes partes de la casa lo observaban, Tito con ojos bizcos y Doña Mari con la piel clara, usando cada quien lo suyo para ponerse presentables e ir a atenderlo con el más último detalle en modales y atención. Tito, sabiendo que la patrona se molestaría si se sentaba en el sofá, se apresuró a tomar una silla del comedor y colocarla en la sala, ágil y de movimientos que contrarrestaban con su pésimo sentido de cordialidad y humor.